Los futuros niños tecnológicos

Las tecnologías ¿algo antinatural?

Cuando me encamine en la carrera de ser profesora, jamás se me pasó por la cabeza que mi oficio no solo iría cambiando con el tiempo con la llegada de las nuevas tecnologías y que, poco a poco, al igual que mis profesores, tendría que ir actualizándome por muy poco que me gustara optar por las cosas nuevas, sino que también cambiarían mis alumnos.

Esto es lo que nos evidencia Neil Harbisson, un hombre cyborg que "escucha colores". Harbisson nació con acromatopsia, una condición que le impide ver los colores, pero gracias a una antena implantada en su cráneo, puede percibirlos a través del sonido. Esta antena capta la frecuencia de los colores y la traduce en vibraciones audibles que él recibe directamente a través del hueso del cráneo. En su charla explica cómo incluso puede percibir colores que el ojo humano no ve, como el ultravioleta o el infrarrojo, y cómo ha llegado a percibir los colores en su entorno como una especie de música constante.



Sinceramente, aunque se que gracias a tecnologías como las que usa Neil mis futuros alumnos tendrán mejor calidad de vida y unas mejores oportunidades de aprendizaje a pesar de sus dificultades, no pude evitar sentir un rechazo prácticamente inmediato. Sentí miedo al ver que ese iba a ser nuestro futuro, repleto de tecnología, incluso dentro de nuestro propio organismo.

Sin embargo, ese miedo inicial pronto dio paso a una profunda reflexión. ¿Por qué me inquietaba tanto la idea de integrar la tecnología de manera tan íntima en la vida de las personas? Tal vez porque ponía en jaque mi idea tradicional de lo que significa ser humano, de lo que significa enseñar. Visto de esta manera, realmente mis quejas y miedos eran el discurso que se ha usado durante años para atacar a la gente de los distintos colectivos, como en el caso del colectivo LGTBIQ+, que se suponía que son antinaturales aún para algunos.

No creo estar capacitada aún para entender mejor las implicaciones del caso de Harbisson, sobre todo el como se refería a si mismo, puesto que dejar de considerarse humano para llamarse directamente tecnología me parece un poco aterrador pero, entendí que lo que parecía una amenaza era, en realidad, una oportunidad: la oportunidad de hacer el aprendizaje verdaderamente accesible, de romper barreras que antes parecían infranqueables.

La educación, como cualquier otra dimensión social, no puede mantenerse estática mientras el mundo evoluciona. Si los alumnos cambian, si sus capacidades se amplifican gracias a la tecnología, entonces también debemos transformarnos nosotros, los docentes. No se trata de abandonar lo que somos ni de sustituir el vínculo humano por pantallas o algoritmos, sino de aprender a convivir con nuevas herramientas que pueden enriquecer nuestra labor.

Entender esto me llevó a replantearme mi papel como profesora: no solo como transmisora de conocimientos, sino como guía en un entorno cada vez más tecnológico en todos los ámbitos, donde lo humano y lo tecnológico se entrelazan. Quizá mi mayor reto no será dominar la tecnología, sino mantener la empatía, la capacidad de conectar con mis alumnos, incluso cuando ellos procesen el mundo de formas muy distintas a las mías. Y en ese camino, como Harbisson nos muestra, lo verdaderamente revolucionario no es la tecnología en sí, sino cómo la utilizamos para expandir las fronteras del aprendizaje y la inclusión.

No debemos ver a estos futuros niños como amenazas, sino una forma más de enriquecernos entre nosotros para llegar a entender mejor su realidad y poder dejarnos consumir por el gran abanico de diversidades existentes a día de hoy.

Entendí que quien realmente estaba siendo una amenaza era yo, pensando que lo que decia Neil eran simplemente locuras, que nadie en su sano juicio se determinaria a si mismo como tecnología pero, ¿y si fuera el caso? ¿ y si también tendré en un futuro que enseñar a robots? La frontera entre lo humano y lo artificial ya no es una línea clara. ¿Dónde termina el alumno y empieza la tecnología? ¿Puede un robot tener derecho a la educación? ¿Y un niño con un chip que amplifica su memoria, sigue siendo “solo” un niño, o se convierte en otra cosa? Estas preguntas, que podrían parecer lejanas, ya están en las mesas de debate de comités de bioética, conferencias educativas y foros de innovación pedagógica. Tampoco sería algo descabellado, existen ya casos de profesores contratados para entrenar robots pero, como dijo alguna vez un sabio, nunca digas "de este agua no beberé", porque tal vez te acabas ahogando en ese vaso de agua.

Soy una persona a la que le suele dar bastante miedo el cambio a pesar de intentar siempre optar por lo más beneficioso para todos. Soy bastante estricta de mente, pero si quiero ser una buena profesora, debo de flexibilizar mucho más mi pensamiento. Sin embargo, lo que para mi hoy parece una amenaza, mañana puede convertirse en una herramienta poderosa para educar con más humanidad. Porque tal vez, enseñar a un robot o a un alumno cíborg no será tan diferente de lo que siempre ha sido nuestra misión como docentes: encontrar puentes para comprendernos, traducir el mundo en palabras, colores, sonidos y ahora también en códigos. Y sobre todo, seguir enseñando a convivir, sea cual sea la forma del cuerpo, el canal de percepción o el origen de la conciencia.

Pensando en esto, ya no me pregunto si un cíborg o un robot pueden aprender. Me pregunto si yo puedo ser la profesora que sepa acompañarlos en ese aprendizaje. Y, más importante aún, si sabré seguir siendo humana en un mundo cada vez más híbrido, sin cerrar la puerta al futuro por miedo, sino abriéndola con una mezcla de curiosidad, ética y esperanza.



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